Tú nos sacaste del reflejo de la noche en un charco. A ti y
a mí.
Y nos pusiste a pasear por el universo. O por lo menos por
una acera.
Nos llevaste a ver ladrillo y luz. Vidrio y asfalto.
Nos creaste y ya, sin orden ni objeto. Sin rumbo ni prisa. A
cada momento nos cargabas con algo nuevo.
Y nos chocaste contra el viento para avivar nuestro tacto.
Nos revolcaste en la lluvia para lavar las heridas.
No conociste lejanía, ni tardanza, ni dificultad. Cada
fracción de existencia te dio una idea. Ameritó un intento. Nos compusiste una
ambición.
Untaste las calles de nosotros para curarlas y herirlas,
para tomarlas y envilecerlas. Para engrandecerlas y matarlas.
No entendiste ni de primer día ni de séptimo. Ni de tres de
la tarde.
Quisiste que fuéramos salvajes para no fallarle a nuestra
furia. Pero nos deseabas grandes. A ti y a mí.
Y por eso marcaste cada poste y toda escala. Con rabia y
ansiedad.
Fungiste de Dios y de demonio. Y de perro callejero. Y de
luz perdida en la madrugada.
Y arreciaste, estremeciste, cultivaste y enloqueciste.
Y nos buscaste un par de esquinas para nuestras esquizofrenias.
Nos regalaste un cerro, un santo, un caño y el humo de las
yerbas.
Leíste nuevas palabras con las mismas letras y nos
inventaste un génesis al alba.
(Uno lleno de excesos, exageraciones y rasguños)
Tú nos sacaste del reflejo de la noche en un charco. A ti y
a mí.
Y descifraste un lenguaje en la indecisión de las luces.
Nos fabricaste fiebres, vértigos y hasta un techo…
Y hasta un destino.
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